viernes, 13 de marzo de 2015

Arriesga su vida en el cuadrilátero por $600

Reportaje pertenece al periodico El Nuevo Dia Por José A. Sánchez Fournier: Hace tres sábados, Juvenal Ramos Nazario bajó del barrio Unibón de Morovis hasta Hatillo buscando cobrar $600 y alcanzar un sueño. El moroveño arribó a las 6:00 p.m. a la cancha Francisco ‘Pancho’ Deyda del municipio ganadero donde aproximadamente tres horas más tarde arriesgaría su vida entrándose a golpes con otro muchacho, delante de varios cientos de personas en una de las muchas carteleras de boxeo caliente que se celebran en la Isla. Juvenal llegó solo a la cancha, manejando su Hyundai Sonata de 2013. El coche es uno de los pocos lujos que se da en su vida de empleado de supermercado a tiempo completo y boxeador profesional en las horas que le restan. “Trabaja prácticamente para pagarlo”, dijo su mentor y manejador, Víctor Ramírez sobre el auto de Juvenal, a quien todos conocen como Gringo por su pinta de jíbaro pálido de la montaña. “Él es el único gringo que no habla inglés”, comentó bromeando Víctor sobre Juvenal, luego que el púgil entró al camerino de la esquina roja y saludó a los presentes. A las 6:30 p.m. ya había hacinamiento en el camerino. Cada uno de los ocho boxeadores que pelearía desde la esquina roja estaba en el pequeño cuarto de baño, todos acompañados por sus respectivos entrenadores, manejadores y allegados. Uno de los púgiles incluso coló a su novia, quien se la pasó tomando fotos grupales con su teléfono celular. Juvenal colgó su uniforme negro de una de las duchas y tomó asiento al lado. Lucía calmado. Apenas hablaba. A pesar de que son relativamente novatos, su pelea con Miguel Canino era una de las semiestelares del cartel que protagonizaba el medallista de oro olímpico juvenil Emmanuel ‘Manny’ Rodríguez. Pasadas las siete de la noche comenzaron las peleas. Uno a uno inició el desfile de los peleadores de la esquina roja, saliendo del camerino, caminando hasta el ring y subiendo a intercambiar pescozones con uno de los representantes de la esquina azul. Antes de salir a la batalla, el gladiador de turno abrazaba a su equipo y posaba para una última foto grupal. Algunos bajaban cabeza en plegaria. Luego, con sus allegados apoyándolos sonoramente, abandonaban el camerino, con el cuadrilátero como destino final. El ritual era similar al que se ve en las películas de antaño sobre la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados -ilusos y uniformados como los boxeadores- se despiden de los suyos en la estación del tren. Juvenal se mantuvo alejado de todo el espectáculo precombate. Miraba al suelo, a veces parecía rezar calmado. Luego de tres meses de entrenamiento, en pocos minutos subiría al mismo campo de batalla bajo luces artificiales, a jugarse la vida y futuro por un cheque de $600 y la posibilidad de conseguir un contrato promocional a largo plazo. No es por dinero. Si se divide su bolsa de la noche entre el tiempo que le dedicó al entrenamiento para el duelo, supaga por hora sería muy por debajo del salario mínimo que cobra como empleado en la sección de productos lácteos del Supermercado Selectos en Morovis. “Pero esto es lo que a mí me gusta. Esto es lo que a mí me apasiona y vamos a ver si llegamos lejos”, dijo Juvenal, quien llegó a Hatillo cargando una hoja profesional de 2-0, con ambos triunfos logrados por la vía del cloroformo. Su sueño de guantes puestos implica mucho sacrificio físico y compromiso total, incluso para un peleador neófito y desconocido. “Es difícil, trabajando en el supermercado, a veces haciendo peso y manejando cosas que te gustan, como yogurt, queso. Y con el olor de la panadería, que está al lado”, dijo el espigado muchacho de hablar pausado. “Pero se puede. Incluso (para esta pelea) hice una libra menos del peso. Eran 135 (libras) y yo hice 134”. “Pero es sacrificado. Como mi turno (de trabajo) es rotativo, a veces entreno por la madrugada y otros días por la noche”. Sacrificado, incluso antes de comenzar a recibir golpes. Atractivo irresistible Juvenal tiene 21 años, novia y empleo a tiempo completo. Pero el atractivo del boxeo profesional, junto con la fama y riquezas que podrían estar al final del camino si da un palo, le es irresistible. Así siempre ha sido el boxeo para Gringo. “Yo era buen fondista. Pero desde chiquito quería boxear. Mi madre no me dejaba. A los 13 (años) me dio permiso y empecé”, relató Juvenal, cuyo temperamento es diametralmente opuesto al estereotípico boxeador de lengua pesada, vocabulario vulgar y notoriedad como picapleitos. “Del boxeo me gusta todo. Me encanta pelear. Yo soy tímido afuera. No me atrevo pelear en la calle. Le tengo pánico. Pero en el ring, me encanta”, explicó. El moroveño fue el último en vendarse las manos en el camerino. Esperó hasta que llegara el entrenador cagüeño Evangelista ‘Cano’ Cotto, quien tenía la misión de preparar los puños del pugilista. Cotto y Juvenal se sentaron frente a frente en el área de las duchas. El peleador estiró una mano hacia adelante y Cano comenzó a cubrirla de vendas, proceso que requiere de experiencia y hasta de un toque artístico. Cada vendaje es prácticamente único. Algunos entrenadores aplican vendajes cortos y acojinados, que mueren en la muñeca. Otros, como Cano, prefieren un vendaje que se extienda al antebrazo. Mientras Cotto hizo su trabajo, un técnico de camerino observó el proceso. El resto de los presentes hizo caso omiso. Siguieron charlando. Un puñado de los presentes se plantó en la entrada del cuarto para observar las peleas desde allí. En ocasiones pasaron largos minutos sin que Juvenal hablara. Ya vendado, estiró las piernas, se sacó el sudor de la frente utilizando un dedo como limpia parabrisas y luego cruzó los brazos. Faltando cerca de media hora para su pelea afloró en Juvenal el nerviosismo y ansiedad que casi todo atleta siente momentos antes de salir al terreno. Su pierna izquierda, estirada delante de él, comenzó a temblar. El muchacho le puso la mano encima y la detuvo. Al rato, el temblor regresó. Faltaba poco para que Juvenal saliera del camerino y se midiera a Miguel Canino, un peleador que con marca profesional de 4-0 (dos nocauts) lo doblegaba en experiencia. Cuando se le preguntó al respecto, sucedió algo curioso: Juvenal comenzó a referirse a sí mismo en tercera persona, como tanto otros atletas lo hacen. “Pensamos que vamos a subir de nivel ya. Sabemos que él es un buen boxeador”, dijo el moroveño sobre su desventaja en experiencia profesional. “Pero, nada, estamos listos para lo que venga”. A las 7:30 p.m., Juvenal se puso su trusa color negro -la cual llevaba un anuncio de su patrono-, se quitó la camisa, se removió la cadena de oro con un crucifijo que llevaba puesta y se paró. En ese momento fue palpable lo delgado del joven púgil. Tenía gran definición muscular. Pero cuando se puso los guantes, estos parecían de payaso, por lo grande que se le veían. Juvenal caminó hasta el único espacio donde podía tener un poco de privacidad en el abarrotado camerino: el área de los urinales. Entonces comenzó a estirarse y calentar, como quien está a punto de participar en una carrera pedestre. Poco después, entró Adalberto Zorrilla, quien acababa de vencer a Jason Agosto por nocaut técnico en dos asaltos. Lo recibieron con aplausos y felicitaciones. La esquina roja estaba invicta en lo que iba de la noche: cuatro peleas, cuatro victorias. Y llegó el turno de Juvenal; el momento por el que se sacrificó tanto, ejercitándose de día y de noche; el momento por el que pasó hambre. El muchacho cogió vida repentinamente. Seguía callado, pero sus ojos brillaban, lucía animado, inquieto. Caminó hasta la puerta. Tuvo un momento de reflexión con Víctor. Entonces cruzó el umbral y salió a la batalla por hacer realidad su sueño. Veinte minutos más tarde regresó con una cortadura de seriedad sobre el ojo izquierdo, una derrota por decisión mayoritaria en su hoja profesional. Y seiscientos pesos.

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